Después de la fronda, también hay luz
La inoperancia de nuestro sistema político para acordar, sin amenazas de especie alguna y bajo discusiones racionales y sensatas, sobre políticas de desarrollo de largo plazo en el país, puede agobiar, pero no nos debe agotar. La pandemia política que hoy nos abruma es ciertamente mucho más dañina que la sanitaria. De ahí la urgencia de terminar este estado de progresiva autodestrucción que a nada bueno conduce. Rechazar el retiro del 10% de los fondos previsionales junto a implementar un ingreso mínimo familiar contribuyen a resolver la caída temporal en los ingresos y no destruye, asimismo, las bases de una previsión que igualmente requiere fortalecerse.
Pero veamos también las luces. Pocas veces en la historia económica del país se habían alineado los astros como en la actualidad, todos movimientos exógenos a éste pero igualmente valiosos:
La caída estructural en las tasas de interés, hoy inferiores al 1% real en los plazos más largos de instrumentos “libres de riesgo”, permite masificar el acceso al capital en condiciones de costo que nunca antes se dieron, en la medida que se materialicen mercados competitivos en su asignación.
La caída también estructural en los costos mundiales de la energía, un insumo básico del cual Chile ha sido un eterno y golpeado país deficitario, constituye para éste un efecto ingreso positivo y significativo. No fue sólo la tecnología del fracking en Estados Unidos que lo llevó a aumentar en 50% su producción de energía primaria en una década y de paso destruyó el poder oligopólico de la OPEP-Rusia. Esa revolución va a pasar. La más profunda radica en la persistente caída en los costos de generación eléctrica de las energías renovables y la pronta transición hacia los autos eléctricos que día que pasa bajan de precio. Los autos TESLA más baratos se venden hoy en US$ 40.000 en Estados Unidos, en circunstancias que el promedio de precios de venta de todos los autos nuevos en ese mercado ronda los US$ 36.000, con costos operativos por kilómetro que duplican a los de los anteriores. Hace una década, nuestras licitaciones eléctricas superaron los US$ 120 por MWh, con obvios problemas de competencia; hace tres años, fueron US$ 32.5 por MWh; las últimas licitaciones extranjeras en Portugal, Dubai y Qatar han obtenido US$ 16 por MWh. Por una cuestión estrictamente de costos, los combustibles fósiles van a comenzar a languidecer, sin siquiera la necesidad de leyes de por medio ni impuestos al carbono.
La mayor solidez del cobre, el más barato conductor eléctrico conocido hasta ahora, que va a enfrentar un giro mundial hacia la mayor electrificación del sistema energético, sustituyendo una parte relevante de la combustión interna del transporte actual, nos augura otra bonanza.
Las tecnologías actuales, que permiten un acceso fluido a trabajos, bienes y servicios como nunca antes y a sustanciales menores costos, se alimentan de su propia masividad y tienen efectos monumentales en la productividad de los factores en casi todas las áreas económicas. Aquí sí que se va a necesitar ayudar en la transición a muchas personas cuyo capital humano no estaba preparado para este cambio tectónico y que temporalmente estarán desempleadas (¿2 millones?). Y, por cierto, nos exige preparar a las generaciones venideras para este desafiante escenario. La pandemia actual dejó en evidencia que las tecnologías estaban ahí, a la espera de ser aprovechadas en su potencial, por todos. Sólo en mercados competitivos esta nueva productividad se va a ver reflejada en menores precios. ¿No es incluso increíble y reflejo de este nuevo potencial, en este caso de la medicina, que haya vacunas para atacar el virus del Covid 19 en el plazo de un año desde que el mundo occidental desnudó esta tragedia?
En definitiva, estamos frente a un país y sus ciudadanos que pueden acceder de manera no exclusiva ni excluyente a capital y tecnologías de punta, con costos de energía a la baja y perspectivas positivas para el cobre, un insumo básico en este proceso por el que el mundo ya transita y central, hasta ahora, aquí.
¿Y estas prometedoras condiciones las vamos a desaprovechar como país? Sería imperdonable.
En lo inmediato, la crisis actual exige sostener un cierto ingreso familiar mínimo para abordarla, que debería ser proveído directamente por el estado vía transferencias mensuales directas a las cuentas RUT de los beneficiados, bajo el principio que un hogar medio de tres miembros tuviese ingresos monetarios sobre $ 600.000 al mes entre sus ingresos autónomos y el complemento del estado, de manera escalonada. La sub-declaración de ingresos autónomos acarrearía la suspensión de este complemento; la formalización de la economía que implicaría su implementación la terminarían fortaleciendo. ¿Su costo anual en régimen? US$ 12.000 millones. Para ingresos mayores, créditos con pagos condicionados en los ingresos futuros constituirían una buena solución. La controvertida respuesta a los menores ingresos temporales producto de la crisis en curso, usando los ahorros previsionales, no puede ser más inconsistente con la situación objetiva de bajos ahorros individuales acumulados y crecientes expectativas de vida. El ingreso familiar mínimo, vigente también en la vejez, estaría llamado a suplir el rol de la pensión básica solidaria y sería parte integral de un sistema de capitalización individual.
En un plazo mayor, y como solución estructural, nuestra sociedad debería acordar un mínimo de ingreso familiar que acompañase toda la vida a sus miembros, desde su nacimiento a su muerte, a sostenerse con eventuales transferencias mensuales y sin condiciones, colocando incentivos para que a mayores esfuerzos los ingresos familiares obtenidos fuesen también mayores bajo la forma de un impuesto negativo al ingreso. Lo anterior requeriría centrar todo el esfuerzo fiscal social en las transferencias y terminar definitivamente con programas que hasta hoy no llegan donde deben llegar y que tienen costos asociados de administración que los ahogan. La seriedad y sustentabilidad fiscal de este compromiso como sociedad deberían estar respaldadas por al menos 2/3 de sus representantes.
Desde el punto de vista fiscal, no necesariamente crecería su peso absoluto, pero sí se aseguraría que mes a mes existiese un complemento incondicional de ingreso que a sus beneficiarios les permitiría volar, por cuanto si se cayesen, ese mínimo ahí estaría porque la sociedad así lo habría acordado y respetado. Y desde el punto de vista de quienes sostendrían en mayor medida los impuestos, se facilitaría su recolección al ver que un peso de impuesto se verificaría en la cercanía de un peso de transferencia.
Sería un estado reorganizado, al igual que todos sus ciudadanos y su sector productivo. Estamos hablando de un estado que debería servir a la gente, no un botín desde el cual se la intentaría controlar. Estamos hablando de exigir mercados competitivos en todos los sectores. Estamos hablando de un estado donde sus reglas se respetarían y se harían respetar. Estamos hablando de un Chile orgulloso que enfrentaría con seriedad, realismo y sentido común la pandemia en todas sus formas. Estamos hablando de un Chile que volvería a crecer.
Y aunque hoy no lo creamos, se puede. Pero partamos por la luz …
Manuel Cruzat Valdés
19 de julio de 2020