Ciudades que lloran
A raíz de las recientes manifestaciones masivas habidas en el país, parece útil también mirarlas desde la perspectiva de las ciudades. Recordemos que el 90% de la población chilena es hoy urbana y que a comienzos del siglo 20, sólo un 43% lo era. Sin embargo y a pesar de su central importancia en el desarrollo económico del país y el standard de vida de sus habitantes, la ciudad como tal no es sujeto de discusión sino cada una de sus partes que son miradas de manera independiente, y resulta que es en ella como conjunto donde reside y trabaja mayoritariamente la población de Chile.
Desde el punto de vista productivo, su sistema de transporte es vital, pues es a través de éste que el intercambio de bienes, servicios e ideas que crean riqueza se da. Es en la ciudad donde se juega finalmente el standard de vida de sus habitantes y si el sistema de transporte y comunicaciones falla o deteriora, la ciudad en su globalidad colapsa o pierde empuje creativo.
En los eventos de estos días se debería distinguir entre aquellos que reflejan un genuino sentimiento de postergación económica de otros que apuntaban al colapso simultáneo de las tres mayores ciudades del país, intentando con precisión quirúrgica inutilizar sus sistemas centrales de transporte y red de distribución de alimentos. Vaya para estos últimos todo el peso de la Ley, pues su evidente acción coordinada de destrucción con el objeto de crear un caos general es inaceptable.
Para dimensionar el intento de colapso en el caso de Santiago, con una población cercana a los 7 millones de habitantes, no debemos olvidar que alrededor de un 25% de sus viajes diarios – que rondan los 20 millones – es por medio de transporte público de Metro y buses, otro 25 a 30% es por autos y el saldo se explica por caminata y otros. Al inutilizar 41 estaciones de 136 de la red total de 140 km del Metro, se va al corazón del sistema de transporte capitalino: 7.000 buses urbanos o más de dos millones de autos en la capital son objetivos demasiado difusos. Es por ello que lo que aquí ocurrió nada tiene de aleatorio.
Ahora bien, respecto de lo más profundo, relacionado con aquella genuina sensación de postergación, no queda más que seguir avanzando con mayor esfuerzo en su solución, sostenible a largo plazo y compatible con un país competitivo, en crecimiento y fiscalmente responsable. Chile es un país de US$ 300 billones de PIB, US$ 80 billones de gasto fiscal y deuda bruta fiscal de igual monto y 18.7 millones de habitantes que ha recibido una bienvenida y sana inmigración en el último tiempo que ya representa un 7% de la población. Es sobre este marco general que se debe avanzar.
Sí podemos afirmar que las ciudades tienen mucho que aportar: aunque sea obvio decirlo, la necesidad no está sólo en la casa per se, sino en una vivienda con buen acceso a servicios públicos de áreas verdes, salud, educación y seguridad, bien conectada al centro operativo de la ciudad. En rigor, ello no se ha dado, al no haber sido capaces de estructurar orgánicamente las ciudades con sistemas de transporte y carreteras urbanas que las configuren de manera eficiente en su interior. Los sectores más pobres han tendido a tener peores accesos a servicios públicos y demoran sustancialmente más en sus viajes diarios que el resto.
En el caso particular de Santiago, está claro que su red de Metro, con activos por US$ 7.500 millones y un resultado operacional de US$ 24 millones el año 2018, no puede resolver por sí solo el transporte público en la ciudad ni genera tampoco recursos para cubrir las inversiones pasadas o futuras. La gran falencia ha estado en la implementación del Transantiago, que a pesar de un déficit acumulado sobre US$ 7.000 millones desde su inicio en el año 2007, no ha sido capaz de entregar el servicio esperado ni se ha sostenido financieramente. La herida del Transantiago y el déficit de carreteras urbanas – que incluso se pagan íntegramente con sus peajes sin necesidad de aportes fiscales – penan en la ciudad, pues la caída gradual y sistemática en sus velocidades de operación ha perjudicado particularmente su periferia. En definitiva, más que recursos, lo que ha fallado es gestión por un largo período. No olvidemos que el Transantiago nunca fue considerado un tema relevante en la última elección presidencial. Y sin embargo, ¿quién aguanta estoicamente tres horas o más diariamente yendo y volviendo hacia los lugares de trabajo o estudio?
Y lo que ha ocurrido en Santiago, con mayores tiempos de desplazamiento a iguales distancias, también lo ha sido en el resto de las grandes ciudades. La expansión del parque automotriz nacional, hoy de 5.5 millones de unidades, sin la correspondiente red vial que la soporte, ha contribuido a esto. El movimiento hacia una mayor densificación de los centros urbanos que se ha observado en las ciudades en la última década en parte ha sido respuesta a este deterioro de transporte hacia y desde sus periferias, donde en la práctica se han tendido a concentrar los estratos más pobres.
¿Suficiente explicación? Obviamente que no, pero no es menos importante recordar que aquellos servicios de salud y educación pública crónicamente defectuosos se dan también en la ciudad, probablemente con una tendencia a relegar también la periferia. A pesar que hoy la educación captura un 20% del presupuesto fiscal y es su partida más importante, siendo dos veces aquella de salud y cuatro veces aquella de vivienda, su resultado es pobre en relación a los recursos involucrados. Una deficiencia más en gestión y notorio desequilibrio en la asignación del gasto fiscal que salta a la vista. Supiera la señora Juanita que el arreglo de su vivienda social en la periferia fue postergado por una desmedida y mal encausada presión estudiantil …
En las manifestaciones ha destacado la presencia juvenil. En 1990 la población chilena con educación superior era de 600.000 personas; actualmente dicha cifra aproxima los 3 millones de personas. La consecuencia natural de dicho cambio es que a nivel de grupos etáreos más jóvenes la distribución del ingreso está mejorando de manera significativa y va a continuar en la medida que continúe el proceso. Está por verse dónde esta nueva generación más educada y con hogares más pequeños tendiendo a 2.5 miembros va a radicarse, pero probablemente va a ser hacia los centros urbanos.
Las ciudades, sus mercados y el país están sujetos a los cambios que trae la globalización. La parte positiva ha sido poder contar con servicios y bienes más baratos; la parte negativa ha estado en los impactos en industrias y sectores laborales domésticos que pierden ventajas frente al mundo externo y ven derrumbadas sus proyecciones con poca capacidad de adaptación, especialmente en personas de bajo capital humano. Ahí no ha habido conciencia que para unos el ajuste es terminal.
En fin, bajo un sistema abierto y competitivo en todos los sectores, se podría y debería acordar un nivel mínimo de ingreso que permitiese a las personas y grupos familiares vivir dignamente, pero dicha política no puede ser a costa de perder la libertad de elección de las personas en el uso de dicho ingreso ni menos adormecer su esfuerzo para salir adelante. Los anuncios gubernamentales en esta dirección son rescatables.
No olvidemos nuevamente las ciudades. Ahí se juegan el crecimiento del país y la calidad de vida de sus habitantes. Y cuidemos la civilidad y tolerancia, que tan fácil se pierden y luego amargamente lloramos.
Manuel Cruzat Valdés
24 de octubre de 2019