No todo fue paz
Hacia los tiempos de la independencia de Chile, su población se estimaba en un millón de personas. Si bien el año 1818 se fijó como el inicio de su vida independiente propiamente tal, la relativa estabilidad e institucionalidad funcional en esta nueva nación en los confines de la tierra se lograrían una década después, notoriamente antes que el resto de Hispanoamérica. En 1831 se iniciaría el decenio de José Joaquín Prieto y la influencia de su gravitante ministro Diego Portales se dejaría sentir en la Constitución de 1833 que cimentaría un régimen presidencialista.
La incipiente amenaza de una Confederación Peruano Boliviana liderada por el Mariscal Andrés de Santa Cruz llevó tempranamente al país a una guerra que terminaría en 1839 con la victoria en Yungay, 400 km al norte de Lima, por parte del ejército de 5.000 soldados mayoritariamente chilenos – un 20% eran peruanos opuestos a Santa Cruz -, comandado por el General Manuel Bulnes.
En el siguiente decenio, aquel del propio Manuel Bulnes, se destacaría la declaración del límite norte con Bolivia en 1842 en el paralelo 23 Sur que cruzaba por Mejillones, que posteriores negociaciones en 1866 lo trasladarían al paralelo 24 Sur, al sur de Antofagasta; se tomaría posesión del Estrecho de Magallanes, con la instalación del Fuerte Bulnes en 1843 en las orillas del mismo y se firmaría la Ley de Colonización en 1845 que buscaba traer inmigrantes desde Europa a las actuales regiones de Los Ríos y Los Lagos que no habían sido efectivamente incorporadas al país y cuyo mayor impulso continuaría durante el siguiente decenio de Manuel Montt con Vicente Pérez Rosales como agente de colonización en Europa. En 1851 se inauguraría el primer ferrocarril, Caldera a Copiapó; en 1852 partiría la construcción de aquel entre Valparaíso y Santiago y en 1855 la del que uniría a esta última con Rancagua, para luego gradualmente extenderse al sur. La integración ferroviaria hacia el norte, desde La Calera, partiría en 1888, después de la Guerra del Pacífico.
Entre 1879 y 1883 fue la Guerra del Pacífico, durante los quinquenios presidenciales de Aníbal Pinto y Domingo Santa María. La población chilena ya bordeaba los 2.5 millones de habitantes hacia 1885 – la misma población que tenían las trece colonias de Estados Unidos al iniciar su proceso de independencia de Gran Bretaña un siglo antes – y el tamaño del ejército y marina pasaría desde 2.000 efectivos en tiempos de paz a 45.000, incluyendo reservas y fuerzas en el sur del país. 26.000 hombres participarían en la campaña de Lima, que terminaría exitosamente en las batallas de Chorrillos y Miraflores en enero de 1881. La campaña de la Sierra finalizaría con la victoria del 10 de julio de 1883 en Huamachuco, a 700 km al norte de Lima. En total, unos 4.000 chilenos perderían la vida en esta guerra. El aporte de los civiles, especialmente representado por Rafael Sotomayor – que murió durante la campaña de Tacna -, habría sido decisivo. El departamento peruano de Tarapacá pasaría a ser parte de Chile así como todo el territorio al sur de éste hasta el paralelo 24 Sur que antes había sido boliviano. Posteriormente se sumaría el departamento de Arica en 1929. La pacificación de la Araucanía terminaría el mismo año del cese de hostilidades en el norte, en 1883.
En julio de 1881 se acordarían los límites con Argentina desde el norte siguiendo la línea de las más altas cumbres divisorias de aguas hasta el paralelo 52, al sur de las Torres del Paine, para desde ahí arribar horizontalmente a la boca oriental del estrecho de Magallanes y luego bajar verticalmente por la isla de Tierra del Fuego hasta el canal Beagle, quedando todas las islas al sur de éste chilenas.
La bonanza del salitre vendría a continuación. El país estaba estructuralmente formado, con una institucionalidad que le permitiría seguir una trayectoria de fuerte desarrollo, más aún con el empuje minero. Una joven nación buscando su destino. La vida y la gesta final de Arturo Prat terminarían siendo un fiel reflejo de todo este espíritu convocante de voluntades.
Pero no todo resultaría bien: la guerra civil de 1891 costaría la vida de otros 4.000 chilenos e iniciaría el lento pero inexorable declive funcional de la institucionalidad del país, de mucho mayor impacto que el término de la gloria del salitre durante la primera guerra mundial. De un producto per cápita chileno equivalente al 40% del de Estados Unidos entre los años 1880 y 1920 pasaríamos a uno del 20% del mismo en las postrimerías de la Unidad Popular y el consiguiente restablecimiento de una institucionalidad más racional y competitiva a partir de mediados de los 70´s. Constituirían sesenta años para el olvido desde el punto de vista económico que terminarían en la mayor crisis social, económica y política que el país habría probablemente enfrentado en su historia. Un país cerrado en si mismo que finalmente colapsaba.
Cuarenta años le seguirían, con una institucionalidad menos fatigada que promovería la libre iniciativa de los privados bajo un entorno competitivo y abierto al exterior. Pero el espíritu refundacional inicial perdería vigor en el tiempo. El Ladrillo sería su base; la escuela de Chicago, su respaldo; la aceptación y modificación bajo amplios acuerdos con una izquierda democrática, su consolidación. Un Pinochet conversaría y luego se subordinaría a un Aylwin; la Corte Suprema y la Cámara de Diputados ya no volverían a declarar el quiebre de la institucionalidad y del estado de derecho tal como lo habían hecho antes de terminar violentamente el período anterior.
Y sin embargo, algo profundo habría fallado al pasar estas cuatro décadas. Razones posiblemente abundarían, pero ciertamente destacarían la falta de ideas renovadoras y de propósito unificador como país, la escasez de un optimismo profundo por un Chile mejor, el déficit de carácter en muchos de sus dirigentes, el exceso de comodidad empresarial en un cuasi club de amigos, la ausencia de flexibilidad política para resolver las legítimas diferencias y, por último, la negligente ceguera frente a un tren de desarrollo y, más que eso, de standard de vida en el más amplio sentido de la palabra, que no los llevaría a todos en el mismo carro. Ahí aparecerían el desastre del Transantiago y el deterioro de las ciudades, el horror del narcotráfico, las fallas en los servicios públicos, los casos de colusión, la soledad del pobre.
El declive en las tasas de crecimiento en el producto per cápita reflejaría de alguna manera lo anterior: de un crecimiento de 4.7% anual en la década de los 90´s, se pasaría a un 3.2% en la primera década de los 2000 y a un 1.6% a partir del año 2010. El agobio explotaría en el 2019. El contraste entre las expectativas y la realidad no podía continuar.
Sería ahora una tragedia que el país perdiera su segunda y más clara oportunidad histórica para ser un país desarrollado capaz de entregar altos niveles de standard de vida a sus casi 20 millones de habitantes, con brazos abiertos a inmigrantes que ingresan por la puerta ancha. Pero hasta hoy faltan los Arturo Prat y sobran los Pincheira. La Convención Constitucional fracasó y habrá que enmendar el rumbo.
Tengamos, sí, una cosa meridianamente clara: todavía hay luz y la Esmeralda sigue con su bandera en alto. ¡Viva Chile, mierda!
Manuel Cruzat Valdés
24 de mayo de 2022
* Columna escrita para la Revista Tabula